miércoles, 26 de octubre de 2011

LAS ORQUESTAS NO, POR FAVOR

Transcribo un artículo que ha salido publicado en el periódico El Hoy, redactado por Doña Paloma O´Shea, presidente de la Fundación Albeniz y mujer notable donde ñas haya.




LAS ORQUESTAS NO, POR FAVOR

Cerrar un foco de creación cultural, como es la Orquesta de Extremadura, es echar
 a la basura el trabajo, la ilusión y el dinero de varias generaciones 

26.10.11 - 00:19 - 
LA crisis nos ha puesto en la tesitura de tomar decisiones difíciles: puesto que no hay
para atenderlo todo, es inevitable decidir qué gastos son imprescindibles y cuáles no.
Las hoces están en alto y es el momento de afinar bien los golpes, porque cortar por
donde no se debe puede tener consecuencias graves. El ejercicio es muy delicado y
requeriría análisis sereno y visión de futuro; sin embargo, nuestros políticos se ven
abocados a tomar estas decisiones en medio de una campaña electoral interminable
y en plena agitación general, con cada sector social tratando de llevar el agua a su molino.
Lo importante, en cualquier caso, es preservar a toda costa las constantes vitales del
país, aquellas funciones que lo mantienen vivo y le harán llegar en buenas condiciones
a una época más positiva que, antes o después, tendrá que acabar viniendo.
En mi opinión, una de esas funciones clave es la cultura y, más concretamente, la música.
Sin ellas, la sociedad diluirá su conciencia colectiva y relajará los lazos que la mantienen
estructurada. A fin de cuentas, es en la música y en las demás facetas de la cultura donde
se concentra el espíritu de la nación y donde se representa con más claridad nuestra
voluntad de convivir, de compartir derechos y deberes y de existir como sociedad
organizada. Creo que no debemos tocar la cultura más que como ultimísimo recurso.
No digo que no haya que apretar cinturones y racionalizar gastos, porque, cuando
vienen mal dadas, nos toca contribuir a todos, incluidos los músicos y los protagonistas
de la cultura en general, pero sería un grave error desmantelar activos culturales
como orquestas, teatros o festivales, porque el tiempo y el dinero que requeriría su
reconstrucción posterior es inmenso en comparación con el ahorro que pueda producir
hoy su cierre.
Los exalumnos de la Escuela Reina Sofía, que están repartidos por las mejores
orquestas, españolas y europeas, me alertan de los malos augurios que se ciernen
sobre la Orquesta de Extremadura. Con diez años de vida, la OEX es una de
las más jóvenes de España, pero está ya plenamente consolidada y su labor ha
representado un gran avance en la vida cultural extremeña. Su supervivencia es
muy importante, y no solo para Extremadura, sino para toda España, que desde
hace ya unas cuantas décadas tiene depositada en el progreso de su vida musical
buena parte de su ilusión como país e incluso de su dignidad como nación moderna,
liberada de sus complejos históricos.
En pocos terrenos como en el de la música se visualiza con tanta claridad nuestro
 progreso colectivo, material, pero sobre todo espiritual. En treinta años, hemos
pasado de tener tres o cuatro orquestas sinfónicas dignas de tal nombre a casi treinta;
de dar conciertos donde se podía, a tocar en una red espléndida de auditorios;
de ser el piano poco más que un adorno para jovencitas bien (¡y algo sabré yo de eso!)
a ser una clave de la educación de todos. Durante este tiempo, decenas de miles
de padres españoles se han esforzado en llevar a sus hijos a estudiar el violín,
la flauta o el violonchelo y es esa presión social la que ha forzado una renovación
de conservatorios y escuelas de música que ahora está dando sus frutos.
Hace ya algunos años que vemos cómo acuden a las audiciones de la
Escuela Reina Sofía jóvenes españoles de grandísimo nivel.
Los ciudadanos españoles han acudido con gran interés a los auditorios y teatros
a abonarse a las temporadas de sus orquestas, porque un concierto ya no es
un club selecto para privilegiados, sino un acto de cultura popular, donde todos
pueden acceder de primera mano al universo de Beethoven, de Mahler, de Falla
o del joven compositor de su tierra.
El censo actual de orquestas es una de las joyas de nuestro patrimonio colectivo.
Sin contar las juveniles, que cada vez son más y suenan mejor, España cuenta hoy
con 27 orquestas sinfónicas profesionales: cuatro en Andalucía, Cataluña y Madrid;
dos en Asturias, Canarias, Galicia, País Vasco y Valencia; y una en Baleares,
Castilla y León, Extremadura, Murcia y Navarra. Cada una de ellas es el resultado
de un esfuerzo colectivo y del impulso de toda una sociedad. Tienen titularidades de
todo tipo: desde las orquestas privadas, como la Sinfónica de Madrid, titular del
Teatro Real, que es propiedad de los profesores que la integran, hasta las enteramente
estatales, como la Nacional. Otras son autonómicas, provinciales, de
ayuntamientos o de entes intermedios más o menos públicos, como RTVE.
En cuanto a la calidad de su sonido, las hay de primer nivel mundial
(¡no exagero en absoluto!) como la de la Comunidad Valenciana, y las hay de menor
prestigio, pero al menos seis o siete alcanzan un gran nivel internacional y tienen discos
suyos en las tiendas de todo el mundo. Al principio, en los ochenta, las nuevas
orquestas se nutrieron de músicos extranjeros. Era lo natural, dado el triste estado
en que se encontraban nuestros conservatorios. Después, se han ido españolizando
poco a poco.
Para un país como el nuestro, que en cuanto a música llevaba siendo periférico
desde Tomás Luis de Victoria -¡exactamente cuatro siglos!-, esa vitalidad de nuestra
vida sinfónica es un triunfo extraordinario. Es una de las claves de la España moderna.
Cada orquesta española no es solo un centro de cultura y de ocio, es una auténtica
bandera de modernidad, una referencia de altura que los ciudadanos tienen
presente en su lucha diaria por salir adelante y por ofrecer a sus hijos un país
abierto, moderno y europeo.
Solía decir Carlos Gómez Amat, harto de ver pasar efímeramente por nuestros
teatros a las grandes orquestas mundiales, que la única cultura que de verdad
importa es la que se produce en casa. Pues, gracias a Dios, ahora, la
cultura musical se está produciendo por fin en casa. Se incuba en nuestros conservatorios
elementales, que se han multiplicado asombrosamente en número, se termina de
 madurar en los superiores, que tanto han progresado, y en centros de
alta especialización como Musikene en San Sebastián, la Esmuc en Barcelona, l
a Escuela de Altos Estudios Musicales de Santiago, el Conservatorio de Zaragoza
o la propia Escuela Superior de Música Reina Sofía que, aunque me esté mal el decirlo,
abrió buena parte de estos caminos. Y, una vez madurada, esa cultura musical
hecha en casa, esa que es la que de verdad interesa, se expresa principalmente
la labor de nuestras veintitantas (primero 30, luego 27 y ahora veintitantas)
orquestas sinfónicas, además de en la de nuestros teatros, festivales, grupos
de cámara y grandes solistas.
No quisiera hacer corporativismo. No se trata de decir: a los músicos no los toquéis,
porque son los míos; sino: no cortemos la música porque eso sería cargarse la mitad
del esfuerzo de modernización y de europeización que los españoles llevamos treinta
años haciendo. Porque cerrar una orquesta no es solo despedir a ochenta músicos y
a media docena de empleados; es cortar el acceso a la maravilla de la música a miles
de ciudadanos de todas las clases sociales y es cortar el camino profesional a los
mejores de nuestros jóvenes, a los que se han entregado al arte musical creyendo
en el esfuerzo, en el cultivo del talento y en la superación personal.
Cerrar un foco de creación cultural, como es la Orquesta de Extremadura,
es echar a la basura el trabajo, la ilusión y el dinero de varias generaciones
y significaría empezar a rendirse y a admitir el fracaso social.
Aprieten a las orquestas, si hace falta, pero no corten por ahí.
Por las orquestas no, por favor.